Bifurcaciones: Reseña de la novela «La Última Ciudad»

Por: Alejandra Rasse.

RESUMEN
Ficha técnica

Título de la obra: “La Última Ciudad”
Autor: Francisco Letelier
Editorial: Ediciones Surmaule
Ciudad: Talca
Número de páginas: 132

En las novelas, así como en las películas, es más fácil distinguir a los buenos de los malos que en la vida real. A través de sus pasajes, entramos en los pensamientos de los malos y podemos ver cuán malos realmente son. Los buenos tienen la posibilidad de expresarse y ser escuchados, sus acciones son reconocidas y finalmente se convierten en héroes. Y generalmente, podemos cerrar el libro con la íntima satisfacción de que los buenos han ganado, o al menos, han logrado hacer la diferencia.

La última ciudad no escapa a esta tendencia. Los buenos son heroicos, los malos son pésimos, y al final, aunque no se puede decir que ganen los buenos, tampoco los malos se llevan la victoria, y podemos cerrar el libro sin ninguna angustia. Sin embargo, la caricatura está tan cercana a la realidad, que la novela se vuelve una herramienta para mirar con claridad lo que experimentamos hace algunos años en Chile tras el terremoto de 2010, y lo que seguimos observando en muchas ciudades chilenas. El libro le pone nombre (y nosotros, en la imaginación, ponemos rostro) a todas esas fuerzas en conflicto que se desataron en el proceso de reconstrucción, y así nos permite interpretarlo con mayor claridad.

Terremoto 27F en Talca
Fig. 1: Foto de la Subsecretaría de Transporte de la Región del Maule.

 

El libro narra la historia de la lucha de los barrios céntricos de una ciudad por reconstruirse tras la destrucción de sus viviendas producto de un terremoto. La lucha es encabezada por una dirigente comunitaria, que se apoya en un sacerdote proveniente de la tradición de los movimientos populares, en el presidente de la asociación local de arquitectos y en un miembro de una ONG extranjera relacionada con los sin-tierra. Los antagonistas corresponden a la asociación de inmobiliarios y a las autoridades locales y centrales. El centro de la disputa está en la forma en que se realizará el proceso de reconstrucción: reconstruir los barrios desde sí mismos, manteniendo sus habitantes y formas de vida, o proveer viviendas desde el sector inmobiliario, dando solución a los damnificados de la forma más rápida: construyendo vivienda nueva en la periferia.

Esta lucha es, en la práctica, la que se libró en muchos barrios tras el terremoto del 2010, y que sigue en desarrollo en varias ciudades del país. La novela, al caricaturizar las fuerzas del bien y del mal, pone sobre la mesa varios elementos importantes de tomar en cuenta en este conflicto, y que muchas veces pasan desapercibidos para nosotros entre la complejidad de la vida real.

Hoy en día, habitualmente la lucha es por el acceso al suelo urbano. Dada la centralidad del mercado en la ordenación de nuestras ciudades, los que pueden pagar más acceden a las mejores localizaciones, y los que pueden pagar menos se quedan con las peores. Sin embargo, la ciudad guarda, en su casco histórico, los resabios de luchas anteriores, de forma tal que gran parte de las zonas pericentrales de las ciudades chilenas albergan familias de bajos ingresos en terrenos que, en su momento, fueron la periferia, pero que hoy son una buena localización.

Esas familias, que hoy con sus ingresos no podrían pagar por el suelo que ocupan, valoran no sólo el patrimonio que significa su vivienda sino también la forma de integración a la ciudad que ésta les permite: el vivir cerca de las oportunidades urbanas, el habitar una parte de la ciudad construida con estándares de otra época, y por ende, el gozar de veredas amplias, grandes áreas verdes y un largo etcétera. El sector inmobiliario también valora estas características, lo que genera una tensión entre el valor de uso que le dan las familias y el valor de cambio que le asigna el mercado. El terremoto, al derribar las viviendas, hace que muchas de las familias ya no puedan disfrutar de ese valor de uso de su vivienda (al haber quedado inhabitable), y la balanza se inclina hacia el valor de cambio. Si a esto sumamos que, tras el terremoto, los incentivos han estado puestos hacia la adquisición de viviendas nuevas en la periferia, se configura el escenario ideal para la salida de los vecinos antiguos, con la consiguiente pérdida de su forma tradicional de habitar. Algunos experimentan esta salida como obligatoria: los arrendatarios, y en particular, los allegados.

Terremoto 27F en Talca
Fig. 2: Foto de la Subsecretaría de Transporte de la Región del Maule.

 

Foto de la Subsecretaría de Transporte de la Región del Maule.
Fig. 3: Foto de la Subsecretaría de Transporte de la Región del Maule.

 

El punto anterior nos conduce a un segundo elemento: la lucha por el acceso al suelo es también la búsqueda por mantener ciertas formas de vida. Los barrios antiguos del pericentro de la ciudad albergan, más allá de sus características físicas, algunas formas de “hacer barrio” que actualmente están ausentes en otras partes de la ciudad. En muchos de ellos, los habitantes son tanto o más viejos que las viviendas y han estado toda su vida ahí, por lo que se conocen, han formado amistades e incluso tienen vínculos de parentesco entre ellos. Las casas antiguas, más amplias, permiten albergar, en muchos casos, varias familias, las que simplemente viven juntas y no se entienden como “allegados”. Algunos tienen talleres o comercios en las casas, y muchos adultos mayores viven del subarriendo de habitaciones. Mudarse a un nuevo barrio es, en este sentido, un cambio de vida, lo que deja de manifiesto que la reconstrucción, aunque desde las estadísticas oficiales y la oferta inmobiliaria se plantea como un problema de vivienda, es experimentada por las familias como un problema de barrio. No basta con darle a la gente sus “casitas” para que se queden tranquilos, como dice el personaje del inmobiliario en la novela de Letelier.

Más allá de esto, es interesante notar cómo, con el tiempo, hemos naturalizado que la única forma de acceder al suelo sea a través del mercado. Nos resulta normal que, si la gente no puede pagar por el suelo donde ha vivido toda su vida, se tenga que ir a un lugar más barato. Que la gente acceda a suelo (y en su experiencia, a barrios) de mayor o menor calidad urbana según su capacidad de pago nos parece de toda lógica. Que la gente de menores recursos obtenga un subsidio para comprar a un inmobiliario una vivienda pequeña en un sector periférico aparece entonces como la manera habitual de acceder a la vivienda para un hogar popular.

Pero esta no es, en realidad, la única forma. El Estado podría reservar suelo para vivienda económica. Los inmobiliarios podrían tener obligaciones en términos de inclusión de vivienda económica en sus proyectos para estratos medios o altos. Las comunidades podrían organizarse y generar proyectos propios de densificación. El acceso al suelo urbano, de esta forma, podría darse a través de diversas vías. Sin embargo, la fuerza del sector inmobiliario y la inamovilidad de las reglas del juego, políticas y programas con que construimos nuestras ciudades, en la práctica han funcionado como un bloque que no sólo ha comandado el desarrollo urbano, sino que ha modelado también la forma en la que entendemos que las cosas funcionan, y peor aún, la forma en que imaginamos las posibilidades futuras de la ciudad. La alianza caricaturizada entre poder económico y político que nos sugiere el libro ha operado, en la práctica, de formas mucho más sutiles y subrepticias, llegando incluso a apoderarse de nuestra manera de pensar.

Fig. X: 'Presidente Piñera y ministro Pérez Mackenna entregan 357 viviendas en gira de reconstrucción en el Maule'. Fuente: MINVU-Chile.
Fig. 4: “Presidente Piñera y ministro Pérez Mackenna entregan 357 viviendas en gira de reconstrucción en el Maule”. Fuente: MINVU-Chile.

 

Fig. 2. Foto de Alvaro Rojas.
Fig. 5. Foto de Alvaro Rojas.

 

Las otras maneras de hacer ciudad, sin embargo, tampoco son sencillas. La historia relatada en el libro no sólo nos muestra la lucha entre el poder económico y las comunidades, sino que también nos presenta las diferencias internas que la propia comunidad debe afrontar, y en este sentido, nos muestra que el trabajo en comunidad no es fácil. Hay diversidad de situaciones e intereses entre las familias que componen un barrio, y los incentivos propuestos por las políticas públicas muchas veces ponen a unos contra otros. Los barrios no son homogéneos en sus habitantes, deben construirse como un grupo humano y lamentablemente nuestros programas de vivienda, en lugar de ayudar a fijar objetivos comunes, habitualmente proponen incentivos a la acción individual, volviendo más difícil la construcción de comunidad.

Adicionalmente, frente a problemas complejos se requiere de soluciones complejas. Esto implica que la comunidad, además de estar cohesionada en torno a sus propios objetivos, necesita el apoyo de personas que tengan capacidades y experticia técnica, que sean capaces de encauzar en un proyecto las fuerzas del grupo. En este sentido, mantener y potenciar la heterogeneidad interna de los barrios parece crucial. En los barrios más antiguos, los hijos y nietos de los residentes originales tienen diversas capacidades que pueden ser útiles para enfrentar los problemas del grupo. Asimismo, se vuelve importante profundizar los vínculos entre las comunidades locales, y ONGs y fundaciones que posean recursos humanos que pueden ser de ayuda. Todo lo anterior pone un punto central sobre la mesa: los barrios homogéneamente pobres que estamos construyendo en la periferia de nuestras ciudades no sólo tienen un peor estándar urbano, sino que su homogeneidad también se constituye como falta de poder y recursos para transformar su situación a futuro.

Por último, el libro termina con una reflexión interesante, que habitualmente pasa inadvertida en la medida que privilegiamos la lectura de los barrios desde el conflicto: por mucho que las comunidades busquen defender y recrear sus modos de vida, los barrios siempre están en constante transformación. Siempre hay gente que quiere irse, y en su lugar llega gente nueva y distinta. Los barrios no son realidades permanentes, sino que van cambiando, en su forma y en su gente. En ese sentido, cada barrio son muchos barrios: el barrio histórico, que está en la memoria y en sus fundadores; el barrio actual, con sus dinámicas propias; y el barrio futuro, que vive en las expectativas de sus habitantes. Construir proyecto barrial implica hacer comunidad entre todos, y construir un barrio que signifique una buena vida para los distintos vecinos que lo habitan. Si bien esto parece difícil en principio, también es esta diversidad la que aporta riqueza a los grupos.

En este sentido, la novela nos recuerda la lucha que tenemos pendiente por proponer otras formas de construir ciudad, pero también sobre otras formas más inclusivas de construir barrio y ciudadanía. Parte importante de los héroes de la novela no existen simplemente porque en la vida real no les dejaríamos tomar su lugar: consideraríamos que no son parte del “verdadero” barrio, o que nuestra lucha, tan personal y querida, no les corresponde. Pero como queda claro en La última ciudad, la única victoria posible es la que se comparte.

Fig. X: Ilustración de Hugo Vera.
Fig. 6: Ilustración de Hugo Vera.

 

Fuente: Bifurcaciones | 8 de mayo de 2014

* Alejandra Rasse es Socióloga y Doctora en Arquitectura y Urbanismo por la Pontificia Universidad Católica de Chile.

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