Diario el Centro | 5 de julio de 2020
Las comunidades han desempeñado un rol importante en momentos de crisis y de recuperación posdesastres (ante incendios, terremotos, alertas sanitarias, inundaciones, entre otros), generando dinámicas de resiliencia social, elaborando propuestas y reivindicando derechos.
Una comunidad puede entenderse como la expresión concreta de relaciones sociales que colocan el bienestar de las personas, en tanto seres sociales, por sobre otras relaciones en que unos someten a otros, idea defendida por Mónica Iglesias en un artículo publicado en la Revista Araucaria en 2015. Así, las relaciones comunitarias humanizan la vida social porque en ellas las personas son fines en sí mismas, y no una mera estadística (como lo es para el Estado) o un medio para el intercambio económico (como las concibe el mercado).
En el capitalismo neoliberal no solo se debilita el rol social del Estado, también se promueven mecanismos tendientes a limitar la participación activa de las comunidades en la vida social y pública. Si el liberalismo puede convivir con comunidades fuertes y articuladas y políticas públicas orientadas a fortalecerlas, el neoliberalismo apuesta todo al mercado. Esto explica que, en Chile, durante los gobiernos posdictatoriales, las políticas públicas sobre participación ciudadana y que promueven el desarrollo de las comunidades hayan sido tan precarias y mezquinas. En efecto, el país no cuenta con políticas ni herramientas que propicien espacios donde las comunidades puedan ejercitar y fortalecer su papel en la sociedad ni su verdadero poder para incidir en los asuntos públicos. En el ámbito de las comunidades territoriales, por ejemplo, hemos asistido a procesos permanentes de fragmentación y despolitización que debilitan la acción de las organizaciones y las vuelven presa fácil del clientelismo político.
No es exagerado afirmar que en Chile las comunidades han sido sistemáticamente ‘ninguneadas’ por un Estado de corte centralista, tecnocrático y clientelista. En el mejor de los casos, han sido representadas como un añadido útil, cuando se las necesita para completar listados de asistencia como medios de verificación de actividades realizadas, o para movilizar el voto. También se las ha posicionado como agentes molestos que, por defender sus intereses, dificultan o ralentizan la acción pública o la inversión privada.
No obstante, con una dignidad y un estoicismo a toda prueba, y portan-do todas sus imperfecciones, las comunidades locales cumplen un papel fundamental en la producción y la reproducción cotidiana de nuestra vida social. En este sentido, se pue-de tomar prestada y aplicar en toda la amplitud de la palabra, la noción de ‘economía del cuidado’, referida al espacio de actividades, bienes y servicios necesarios para la reproducción cotidiana de las personas y la sostenibilidad de sus vidas. Dicho concepto, empleado por académicas feministas y especialmente por economistas feministas, aún está en construcción, con alcances y limites difusos. Las comunidades, especialmente, han desempeñado un rol importante en momentos de crisis y de recuperación posdesastres (ante incendios, terremotos, alertas sanitarias, inundaciones, entre otros), generando dinámicas de resiliencia social, elaborando propuestas y reivindicando derechos. Numerosas investigaciones realizadas en contextos de posterremoto en el 2010 y posincendios forestales en 2017, demuestran suficientemente cómo las comunidades locales se constituyen como actores activos y contribuyen a un mejor manejo de las crisis: diagnosticando e intentando cubrir las múltiples necesidades (individuales y colectivas) que no siempre atiende el Estado.
ORGANIZACIONES ACTIVAS
Hoy, pese a las políticas de distanciamiento social y a las cuarentenas voluntarias y obligatorias, las comunidades (territoriales, pero también virtuales y temáticas) están desarrollando múltiples acciones colectivas en el contexto de la crisis sanitaria, la que ha evidenciado con mayor crudeza la amplia crisis social que atraviesa el país. Un levantamiento de cien experiencias comunitarias desarrolladas en el contexto de la crisis (http://elci.cl/matriz2020/), realizado por la Escuela de Lideres de Ciudad (ELCI) y el Centro de Estudios Urbano Territoriales (CEUT), muestra no solo que las organizaciones sociales y colectivos informales están activos, sino que cumplen funciones y atienden necesidades personales y colectivas en diversos ámbitos.
En primer lugar, las organizaciones han operado como canales de información y traducción de las políticas públicas, cumpliendo una labor importante al filtrar la enorme cantidad de información disponible, para hacerla más digerible a sus asocia-dos y asociadas. En segundo lugar, desarrollan numerosas iniciativas de cooperación y ayuda solidaria: campañas de recolección y distribución de alimentos, de útiles de aseo e insumos de seguridad; acompaña-miento a personas mayores y ayuda a familias migrantes en situación de precariedad, entre otras. En este ámbito, destaca la recuperación de la práctica de las ‘ollas comunes» que se ha multiplicado por todo el país. En tercer lugar, las organizaciones y redes desarrollan labores de comunicación y educación a través de las redes sociales: organizan programas de debate, foros, conversatorios, cápsulas informativas en torno a derechos, entre muchas otras iniciativas. En cuarto lugar, las organizaciones realizan acciones de control social tanto de las autoridades como de las empresas privadas; por ejemplo, denunciando el incremento arbitrario de precios. Y, finalmente, las comunidades se organizan para desarrollar espacios de intercambio fuera del ámbito del mercado, organizando mercadillos populares, cooperativas de consumo y redes de trueque. Estas últimas se han masificado enormemente y pue-den llegar a tener una amplia cantidad de asociados y asociadas.
Junto con la diversidad de ámbitos en los que se están desplegando, un aspecto relevante de las iniciativas revisadas es que muchas de ellas, cerca de un cincuenta por ciento, están siendo impulsadas por organizaciones, redes y plataformas surgidas a partir del estallido/despertar de octubre de 2019. Estos espacios organizativos desarrollan acciones en varios ámbitos a la vez: de cooperación y ayuda solidaria, de educación y de control ciudadano. En general, son orgánicas que articulan grupos emergentes -especialmente de jóvenes— con organizaciones sociales tradicionales, como juntas de vecinos. La creación de redes entre comunidades temáticas y territoriales es un fenómeno relativamente novedoso para Chile y un buen caldo de cultivo para enfrentar uno de los déficits más notorios del tejido asociativo nacional: su desarticulación.
POLÍTICAS PÚBLICAS
Revisar la multitud de experiencias comunitarias que se están desarrollando en el contexto de esta crisis parece un déjà vu. Cada vez que se evidencian las insuficiencias (o impertinencias) del Estado y del mercado para abordar los problemas de la sociedad, especialmente en crisis, emerge la tercera columna: la comunidad. Cada vez que esto ocurre, algunas personas intentamos hacer notar la urgente necesidad de establecer políticas públicas que promuevan —o al menos faciliten (y no obstaculicen)— la acción comunitaria. Lo seguiremos haciendo porque creemos que, junto con construir un consenso político respecto del papel del Estado en la provisión de bienestar social y material, debemos construir un nuevo acuerdo en tomo a la participación de la propia sociedad, sus comunidades y grupos, en la construcción de ese bienestar.
Un buen punto de partida en esta materia se encuentra en el informe que, en febrero de 2016, entregó el Consejo Nacional de Participación Ciudadana y Fortalecimiento de la Sociedad Civil (disponible en https:// bit.ly/3iiwxih). Dicho documento contiene recomendaciones y propuestas que apuntan a establecer la participación ciudadana como un derecho humano garantizado constitucionalmente, a dotar a nuestra democracia de nuevos y mejores mecanismos para incrementar el rol público de la sociedad civil chilena, y a promover la democracia participativa como necesario complemento a la forma representativa actual. En particular, el informe plantea la necesidad de una reforma a la ley de juntas de vecinos y vecinas y demás organizaciones comunitarias que fortalezca las atribuciones de las comunidades y genere mecanismos de articulación territorial a escalas mayores. Un proyecto en esta dirección fue ingresado en agosto de 2018 al Congreso, pero aún se encuentra en su primer trámite.
Cada vez que se evidencian las insuficiencias (o impertinencias) del Estado y del mercado para abordar los problemas de la sociedad, especialmente en crisis, emerge la tercera columna: la comunidad.
En cualquier caso, las políticas que atiendan lo comunitario no pueden agotarse en una ley específica, deben ser transversales y multiescalares. Transversales en el sentido de orientar la acción de todos los ámbitos de la acción pública, como propone la perspectiva de transversalización de la igualdad de género en las políticas públicas, pero llevado al ámbito de las comunidades. Multiescalares, porque se requiere fortalecer las comunidades y abrirles cauces de participación sustantivos no solo en el nivel microterritorial, sino también a escala de las ciudades y las regiones.
Francisco Letelier Troncoso, Javiera Cubillos Almendra, Nicolás Figueroa Toledo. Escuela de Sociología, Universidad Católica del Maulé
Patricia Boyco Chioino. SUR Corporación de Estudios Sociales y Educación